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El mundo en el que vivimos nos impulsa a ser "alguien", a lograr el éxito, la admiración, a ser reconocidos como alguien de importancia, a que nuestro nombre sea recordado. Ser reconocido como alguien que se destaca por sobre los demás, para muchas personas es la más profunda motivación existencial.

Esta necesidad de ser reconocidos, de consolidar nuestra identidad a través de la percepción de los demás que, como un espejo, nos regresan nuestra imagen y confirman y dan lustre a nuestra existencia (haciéndonos saber que somos "alguien"), aunque es alimentada y conservada por la presión social tiene un origen aún más profundo. La misma manera en la que percibimos la afianza. El hecho de que una persona se perciba como un sujeto en el centro de mundo de objetos refuerza la mentalidad de que somos el centro del universo, y que lo importante es conquistar ese mundo de objetos (y objetivos), a través del cual obtenemos nuestra sensación de ser

Nos alimentamos de los objetos y la admiración de las personas que así confirman y robustecen nuestra identidad, nuestro deseo de ser especiales, de despuntar conspicuamente, para no ser nadie, para no perdernos en el vacío. Empezamos a disfrutar las cosas sólo a través de la mirada del otro que aprueba nuestra existencia. Alimentándonos de esta admiración, de este éxito que creemos nos merecemos, cultivamos orgullo por lo que somos, por todo lo que hemos logrado, y esto es el principal obstáculo para alcanzar el entendimiento de la realidad, incluso cuando el orgullo viene por los actos virtuosos que hacemos, como explica Siddharameshwar (maestro de Nisargadatta Maharaj) en el epígrafe de este texto. Y es que el orgullo por lo bueno es lo que más refuerza nuestra sensación de ser un "alguien" que sobresale de los demás.

Pero aunque esta es nuestra realidad relativa (construida y sustentada consensualmente), que somos el centro de un universo de objetos que giran alrededor de nuestra percepción, en los cuales nos vemos, a través de los cuales construimos nuestra identidad y de cuya manera de responder a nuestros deseos depende nuestra felicidad, este estado, esta realidad relativa es esencialmente insatisfactoria. Y es que, por más que logremos apuntalarnos por sobre el universo de objetos y consolidemos nuestra identidad de manera exitosa (en la cima de ese universo de objetos y otredades), todo lo que podamos conseguir de esta manera está siempre al borde de desaparecer e inevitablemente desaparecerá. En otras palabras, por más admiración y posesiones que consigamos para darle seguridad a nuestra identidad, la realidad es que esta identidad que depende del reconocimiento de los demás está siempre en un estado de extrema fragilidad. En cualquier momento podremos dejar de ser el mejor en algo, o ya no ser más que otro, o dejar de tener algo que nadie tiene y perder cualquier tipo de etiqueta o persona que da realidad a esa identidad y, lo que es más, en cualquier momento dejaremos de ser "alguien", puesto que inevitablemente moriremos. Y si acaso existe una vida después de la muerte, las religiones que se han dedicado a pensar en esto coinciden en que no nos llevaremos lo que hemos apilado sino solamente, acaso, lo que hemos dado desinteresadamente. El orden del mundo material se invierte en el mundo espiritual; la dialéctica celestial del amo y el esclavo: el verdadero privilegio yace en servir y la verdadera fortuna yace en no tener nada (para, así, tener el corazón ligero a la hora de la balanza, que en Egipto se pesaba contra la pluma de Maat). San Juan de la Cruz escribió: "En el ocaso de nuestra vida seremos juzgados en el amor". Sin que haya un juicio o un juez, uno intuye que el amor es ya el proceso determinante de nuestra existencia, y el amor pide que nos demos, incluso que nos vaciemos. Esto mismo lo expresa de manera insuperable la mística del siglo XIII Hadewijch de Amberes:

Antes yo era rica, pero todo se pierde en el amor.
Nada de mí misma queda, todo se pierde en el amor.
El amor me ha subyugado y esto no es para mí una sorpresa, 
puesto que él es fuerte y yo soy débil,
me deshace y me libera de mí misma...


El vacío nos produce pánico, horror vacui. Blaise Pascal escribió sobre el terror que le produce al hombre la inmensidad: "Me veo abismado en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran. [...] El silencio eterno de los espacios infinitos me aterra". Pero a quien le aterra lo infinito es solamente a quien se identifica con lo finito, y a quien le genera temor el vacío es solamente a quien se cree sólido. El mismo Pascal explica que si somos algo o alguien no podemos ser todo y, sin embargo, siempre nuestra existencia como "alguien" está marcada por nuestra sed de totalidad -de lo cual se deriva la insatisfacción consustancial (que llevó al Buda a decir que el mundo es sufrimiento (duhkha). La causa del sufrimiento en su origen más profundo es justamente esta separación entre el sujeto y los objetos, este vano esfuerzo de erigirse sobre un mundo impermanente. 

La pregunta es si realmente somos "alguien", y por lo tanto estamos separados para siempre de la inmensidad (que es entonces un inminente borde a la nada) y por lo tanto es natural (aunque estéril) luchar por seguir siendo alguien, por no disolvernos, por mantener nuestro castillo amurallado de identidad, aunque eso signifique siempre estar solos, sufriendo por el deseo de participación extática con la totalidad. ¡Qué cruel sería la existencia si realmente, absolutamente, somos alguien! ¡Qué razón, entonces, la de Pascal al aterrarse ante el silencio eterno de los espacios infinitos que, si es así, no serían el murmullo tremendo del misterio, sino los más abyectos y nihilistas cementerios!

Pero tal vez no somos alguien, tal vez nos hemos confundido, nos hemos identificado con el personaje menor de un sueño (un sueño sin soñador, como un universo sin creador) y somos nadie. Una nada (no-thingness, una no-cosa) que es, una nada en la cual resplandece el Ser de todos los seres. Místicos diversos como Eckhart, Pseudo-Dionisio, Ramana Mahararshi o Krishnamurti consideraban que la realidad última del ser es impersonal e inefable: relativamente podemos surgir e identificarnos como alguien, pero esta no es nuestra verdadera naturaleza. Nos confundimos como la ola que se cree otra cosa que el océano, deslumbrados por nuestra propia forma que parece sobresalir. Como la ola, no somos nada sin la totalidad del océano. Esto no es para nada una tragedia, sino que constituye la fuente pura y total de la alegría. Krishnamurti lo expreso así: "Feliz el hombre que nada es". Nada, para no bloquear la expresión del ser indeterminado. Sólo quitar el tronco que interrumpe el flujo del río hacia el océano, creando un remolino que se imagina un ente distinto del flujo del agua: el vórtice de la personalidad. El siguiente pasaje de Krishnamurti merece citarse extensamente:

El verdadero estado de percepción alerta consiste en permitir que la vida fluya libremente, sin que quede ningún residuo. La mente humana es como un colador que retiene algunas cosas y deja pasar otras. Lo que retiene, es la medida de sus propios deseos; y los deseos, por profundos, vastos o nobles que sean, son pequeños, son mezquinos, porque el deseo es cosa de la mente. La completa atención implica no retener cosa alguna, sino poseer la libertad de la vida, que fluye sin restricción ni preferencia alguna. Siempre estamos reteniendo o eligiendo las cosas que significan algo para nosotros, y aferrándonos perpetuamente a ellas. A esto lo llamamos experiencia, y a la multiplicación de experiencias la llamamos riqueza de la vida. La riqueza de la vida es estar libre de la acumulación de experiencias. La experiencia que queda, que uno retiene, impide ese estado en que lo conocido no existe. Lo conocido no es el tesoro, pero la mente se aferra a eso, con lo cual destruye o profana lo desconocido. La vida es una cosa extraña. Feliz el hombre que nada es.

En vez de buscar lo conocido-confortable que reafirma nuestra identidad, podemos des-hacernos hacia el misterio, hacia lo vacío, hacia lo terrorífico-maravilloso, lo sublime. Pero para alcanzar lo sublime es necesario entregarnos completamente, tomar refugio, postrarnos ante la magnificencia de algo más grande que nosotros. Vaciarnos (kenosis) para poder acoger y ser acogidos, hacernos a un lado para ser habitados por lo divino, ex-stasis. Borrar el pizarrón para que el cosmos en su espontaneidad pueda decirse en nosotros. Edmund Burke, en su tratado Sobre lo sublime, sugiere que lo sublime siempre está acompañado del terror, es "el estado de asombro del alma en el que se suspende todo movimiento" y en el que la mente se ve enteramente henchida por aquello que contempla. Es el silencio y el vacío, lo que Krishnamurti llama no retener nada, lo que permiten el conocimiento de lo sublime, en lo cual, como en todo conocimiento verdadero (en el sentido bíblico) uno se convierte en lo que conoce. Este es el poder del arte: lo sublime, sublima. Sublimar literalmente es hacer que lo sólido se vuelva gaseoso, etéreo, que la solidez de la identidad que limita al ser se evapore. Lo sublime es lo infinito que penetra en lo finito para revelarle su infinitud.

Para Burke lo sublime se alcanza no al afirmar la propia superioridad o trascendencia, sino al darnos cuenta de nuestras propias limitaciones, la visión de lo más grande sólo es posible en lo más humilde. De otra manera lo único que se percibe es la propia proyección, el delirio de grandeza del individuo. Para Kant una de las cualidades de lo sublime es que carece de fronteras o límites y para Schopenhauer la más alta sensación de lo sublime es justamente el entendimiento de la pequeñez, la nada incluso del individuo ante la inmensidad del universo. Y aunque esta inmensidad puede arrasarnos y aniquilarnos, al hacerlo cumple con lo que es nuestro verdadero deseo, el deseo que subyace a todo otro deseo, reintegrarnos con la totalidad, algo para lo cual debemos dejar de ser "alguien". La aniquilación es la única vía a la divinización. Incluso cuando queremos apuntalarnos por sobre los demás para habitar una cima solitaria (delusoriamente siguiendo la inflación del ego) lo que estamos buscando es dejar de sufrir la separación. Lo que opera en ese caso es simplemente un mal entendimiento que instala un mecanismo de defensa con el que buscamos paliar esa separación a través del dominio, de la posesión y todo aquello que afirma nuestra identidad (la voluntad de poder). El malentendido yace en la noción errónea de que existimos absolutamente, por nuestra propia cuenta, como un yo separado, fijo y estable; al creer esto, lógicamente nuestra conducta nos lleva a buscar poseer y afirmarnos en y por sobre los demás (los cuales no podemos ser, pero sí poseer o al menos dominar). Si entendemos que no existimos de manera separada sino que hemos creado un frente, una fachada ilusoria que nos separa, entonces podemos descubrir que al dejar de re-presentarnos como "alguien" naturalmente caemos en el estado de no-separación. Para ser todo sólo hay que ser nadie.

Este mismo predicamento puede resumirse en la frase de Jung: "Donde el amor rige, no hay voluntad de poder; donde la voluntad de poder rige, no hay amor".

¿Cómo dejamos de ser alguien y nos volvemos nadie, el verdadero sentido de la existencia? La compasión y la sabiduría son los dos senderos convergentes. Compasión es el método por excelencia para perder importancia personal, para abandonarse y aniquilarse en lo otro (que es superior, en el sentido de que hay más otros que tú) (y que se revela como lo mismo, el propio ser elevado a la cualidad del misterio) y sabiduría, en este caso, significa fundamentalmente cortar de raíz la percepción conceptual-representacional que crea la dicotomía sujeto-objeto. Este es el misterio de que se puede ser nadie y aun así percibir, saber, gozar. Cuando la forma dualista de percibir cesa, emerge naturalmente el modo originario de la cognición que es descrito como "una luminosidad que se da cuenta", una luminosidad inseparable de la vacuidad: el espacio co-emerge con la luz, no son dos. Como se dice en el Sutra del corazón: "la vacuidad es forma; la forma, vacuidad". La forma es la luminosidad que emerge de la vacuidad, como la ola que emerge del mar, sin nunca ser otra cosa que mar. Aunque no se puede decir que tiene características, se expresa como gozo, como efulgencia (la ola en el mar, la nube en el cielo); este es el juego de la totalidad que, en su infinito potencial, existe también como ilimitada diversidad (esa extraña y sublime paradoja de no sólo ser la gota que se disuelve en el mar, sino también el mar que se sabe en la gota). La vacuidad radiante tiene la cualidad, en su creatividad irreprimible, del gozo de la forma: la escultura volátil de la ola. El mundo y toda apariencia se revelan como ornamento, una joya hecha de oro que permite disfrutar el deleite extravagante y exuberante de la forma, sin nunca ser otra cosa más que oro. Como los alquimistas supieron, el secreto no yace en saber cómo transformar el plomo en oro, sino en saber que el plomo siempre fue oro. No es insignificante recordar que el proceso alquímico de la piedra filosofal comienza con la calcinación.

 

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