"En mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad."
(A. Machado)
Hay personalidades afectuosas especialmente instruidas para amargarse a sí mismas. El cúmulo de experiencias ingratas o frustrantes se traduce en una hiel crónica en el presente que les obstruye el acceso a una vida buena. La persona amargada es una versada hermeneuta que la mayoría de lo que le ocurre lo descifra en la dirección en la que sale extraordinariamente mal parada. Tiene una memoria prodigiosa para los malos recuerdos y muy frágil para los buenos. En uno de los aforismos que conforman silogismos de la amargura, el filósofo de la negación Emil Cioran nos ayuda desde su propia experiencia a entender por qué puede surgen estos hábitos sentimentales: «Superchería del estilo: dar a las tristezas habituales un cariz insólito, adornar las pequeñas desgracias, vestir el vacío, existir por la palabra, por la fraseología del suspiro o del sarcasmo».
En el conocido opúsculo El arte de amargarse la vida, Paul Watzlawick demuestra lo fácil que es inundar una existencia de desdicha y hiel. Hay operaciones narrativas que facilitan el concurso de lo amargo. Veamos algunas: La mitificación del ayer que por comparación desertiza el presente hasta trocarlo en un desazonador al que maldecir. La construcción de expectativas faraónicas cuyo poco realismo favorece la llegada de la irresolución y la volatización de los deseos creativos. El sencillo y erosionador mecanismo de las profecías autocumplidas. La atribución a los demás de mala intención o de tramar un complot contra nuestros intereses. El cultivo de un repertorio de creencias que producen baja autoestima e inseguridad. La lectura dicotómica de circunstancias que sin embargo rebosan ambivalencia e indefinición.
La amargura es una mirada exploratoria imantada hacia el desagrado, un diálogo en el que el yo que habla informa al yo que escucha de situaciones que exudan acidez narrativa y paisajes desalentadores que ensombrecen la luz de los días. Es irrefutable la existencia de realidades aflictivas, alienantes y opresoras causadas por decisiones económicas y políticas, pero la persona herida por la amargura no es la que se indigna ante estas realidades, sino la que teoriza y pone su énfasis en señalar que su malestar proviene de terceros obstinados en eclipsarle oportunidades y drenarle bienestar. De ese modo borbotean en el día a día de la personalidad amargada la omnipresencia de la queja y el lamento, el empleo inflacionario de diálogos interiores auto-debilitadores, la llegada de imprevistos e intermitentes diluvios de furibunda irritabilidad, la súbita conversión de la tranquilidad en hostilidad, la discrepancia reiterativa proclive a maximizar la disparidad y a omitir la búsqueda de puntos en común, la adhesión al victimismo y al prodigio argumentativo de que errar es de humanos y echarle la culpa a los demás es de sabios, el narcisismo patológico de creer que el mundo conspira contra vos y contra tu propio cuidado.
Una conciencia aislada y excesivamente preocupada de sí misma produce ingentes volúmenes de desórdenes que distorsionan cognitivamente la evaluación tanto de lo que habita en lo afuera como lo que descansa en lo adentro. El miedo, la frustración, la aflicción, la zozobra, pertenecen a la familia de los sentimientos apesadumbrados conducentes a una imaginación autocentrada y dicotómica. Convierten a la persona en el centro de proyecciones siempre autorreferenciales e inclinadas a la conclusión aciaga. «Cuando la realidad es amarga, nos regalamos sueños de azúcar», escribe Cyrulnik en Sálvate, la vida te espera para describir el estilo sentimental resiliente. La personalidad amargada opera de un modo distinto. Cuando la realidad es amarga, nos regalamos futuros amargos que desgarran el presente todavía más.
Hace unos años el psicólogo Rafael Santandreu escribió una réplica al ensayo de Watzlawick que tituló acertadamente El arte de no amargarse la vida. Postulaba que la persona tendiente a amargarse tenía que aprender a través de la práctica cotidiana a no dramatizar, albergar visiones realistas, adoptar perspectivas traídas de otras miradas, quebrar el miedo al ridículo, sentirse orgullosa de ser falible (es decir, liberarse de la perfección), asumir una aceptación que no implicara conformismo acrítico, cultivar la despreocupación por lo nimio y la ocupación por lo crucial, «no terribilizar por terribilizar» (no hiperbolizar la importancia de una adversidad), tomarse las cosas con más amor y humor. Descentrarse puede ser una exhortación muy plausible para que la mirada de la persona amargada abandone el perímetro autobiográfico, pero a la que precisamente hay que ayudar y acompañar porque por sí sola no puede. Antonio Machado escribió un verso muy ilustrativo para situaciones así: «En mi soledad he visto cosas muy claras que no son verdad». La soledad de la persona amargada contribuye a aumentar el grosor de su amargura. La buena noticia es que el afecto compartido guarda propiedades analgésicas. El acompañamiento y el apoyo mutuo es puro almíbar. El elixir de los humanos.
José Miguel Valle (filósofo)
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