La llave que abre la puerta a la unidad se llama renuncia. Pero no como se la suele entender habitualmente. La renuncia de la que hablamos es ganancia, no pérdida; deja en la plenitud no en la carencia. La desposesión voluntaria de todo lo que no me lleva a lo esencial, es fundamento de una nueva libertad. Para crecer hay soltar las cargas que nos retienen al suelo, que agobian. A nadie le cuesta dejar lo que se percibe como una carga inútil. El problema para renunciar es que vemos a los estorbos como cosas o situaciones beneficiosas.
¿Unificarse? ¿No estar fragmentado de contradicciones? ¿Ser auténtico en el pleno sentido del término?
Para crecer debemos soltar cargas que nos retienen al suelo, que agobian. A nadie le cuesta dejar lo que se percibe como una mochila inútil. El problema para renunciar es que vemos a los estorbos como cosas o situaciones beneficiosas.
De tan acostumbrados a la falta de plenitud interior, nos hicimos adictos al bienestar a través de intermediarios. A través de una cosa, de un nuevo objeto; de una comida, de una persona, de un viaje, de una actividad determinada o de ciertas situaciones… y por supuesto no están mal las cosas, ni las personas, ni los viajes, ni nada en particular; sino el uso analgésico que les damos. Vivimos buscando anestesia en lugar de curación. Presurosos y entretenidos entre afanes diversos dormitamos en vez de vivir. Y aún lo frenético se hace en una especie de sonambulismo que pretende pasar de una cosa a otra todo el tiempo. Nos quedamos esclavos de una voracidad que nos domina.
¿Dónde vamos? ¿Dónde tan de prisa? ¿Cuál urgencia por alcanzar? Y... ¿qué creemos que aquello nos dará? Nada puede darnos algo sino tenemos el recipiente para recibirlo. Ese recipiente es la presencia atenta al instante que busca a Dios en todo. Cuesta convencernos, pero viene a suceder que para estar presente en cada momento necesitamos liberarnos de muchas pasiones o deseos que nos esclavizan. No puedo meditar u orar profundamente, ni hacer nada de verdad si soy un manojo de deseos apremiantes.
Aunque no le guste a nuestra mente, no se puede comer el pan y la torta, se queda indigestado. No se puede servir a dos señores sin vivir en conflicto. No hay más vueltas: sin renuncia no hay libertad. Imaginá veinte corredores en pos de la meta para alcanzar un premio. ¿Quién es libre? El que corre sin interesarse por la copa, ni por el puesto que ocupará al final; el que lo hace por el gusto mismo de correr. ¿Quiero las cosas del cielo o quiero la añadidura? ¿Las dos cosas? No es posible. Si vivimos para lo secundario nuestro espíritu se abruma y queda oscurecido de agitaciones vanas.
Buscar la coherencia, aunque cueste y nos lleve tiempo. Es decir, hacer lo que sabemos y sentimos que debemos hacer. Elegir la vida a la que nos sentimos llamados. Aunque tengamos temores e inseguridades. Si en nuestra secreta y silenciosa intimidad nos preguntamos: de todas estas opciones ¿Cuál es la que Dios, la Vida, nos pide? Aparecerá indubitable un camino iluminado que contrastará con los demás, y pronto la mente lo cubrirá de objeciones e impedimentos varios. Ahí se define el signo de nuestra vida; en ese juego eterno entre lo sagrado y lo profano.
Texto monástico