Siempre hay aspectos de la cultura y vida social que se apagan frente a otras que irrumpen novedad. Un pasado de rastros pequeños, no considerados ni exhibidos en las vidrieras de la historia oficial, pero vivos gracias al recuerdo de aquellos testigos de esos nacimientos y extinciones. Tal como quienes podemos atestiguar que hasta poco tiempo atrás la Ciudad de Buenos Aires amanecía siempre coloreada de radio y tango en cualquiera de sus rincones.
Cada época trasciende su cotidianidad gracias a los “cartógrafos” del momento, decodificadores que revelaron formas, como el periodista y escritor Roberto Arlt, vocero y relator de la cotidiana urbanidad de un siglo atrás.
Arlt escribía para Diario El Mundo una sección llamada “Aguafuertes Porteñas”, fotogramas convertidos en textos que retratan las formas de aquel tiempo: lunfardo, humor, ironía, y observaciones agudas acerca de conductas y costumbres en una ciudad cosmopolita.
Un escrito de aquella sección se tituló “Silla en la vereda”, relata la hoy insospechada importancia barrial de aquel elemento y lugar, su convocatoria como espacio político o agencia matrimonial. De gran reputación por ser asiento destinado al descanso de vecinos propietarios. Texto en que Arlt advierte al lector sobre esa trampa destinada a “giles” considerados “buen partido” o bien cualquier varón “decente” que pudiera cumplir los anhelos familiares hacia el Registro Civil.
Aquí lo publicamos:
"Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de ‘buenas noches, vecina’, el político e insinuante ‘¿Cómo le va, don Pascual?’. Y don Pascual sonríe y se atusa los baffi, que bien sabe por qué el mocito le pregunta cómo le va. Llegaron las noches…
Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos este barrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también. Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri ¡Qué sé yo qué tienen todos estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos cortados con la misma tijera, todos semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del ‘te quiero‘. Fulería poética, eso y algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio- de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.
Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere, que no morirá jamás.
Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el “jovie”. Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras que la madre o el padre dice:
—Nena; traete otra silla.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al ’propietario de al lado‘; silla que se ofrece al “joven” que es candidato para ennoviar; silla que la ‘nena’ sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una voluptuosa linuya, en una charla agradable, mientras ‘estrila la d’enfrente’ o murmura ‘la de la esquina’.
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: ‘¡Pero hija! ocupás toda la vereda.‘
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad ciudadana.
En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde muchos quieren caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.
Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo. ¿Quién no se para a saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando. ¿Qué mal hay en hablar? Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted dice: “No, no se molesten”. Pero, ¿qué? ya fue volando la “nena” a traerle la silla. Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas conversaciones? En el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba para saludar! Tenga cuidado_ Por ahí se empieza.
Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de jovies tanos y galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata ex barrenderos y peones municipales, todos en mangas de camiseta, todos cachimbo en boca. La luna para arriba sobre los testuces rapados. Un bandoneón rezonga broncas carcelarias en algún patio.
En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. El, del Escuadrón de Seguridad; ella planchadora o percalera.
Los jovies, funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la lata sobre eregoyenisme. Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna criollaza gorda, piensa amarguras. Y este es otro pedazo del barrio nuestro. Esté sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa poco. Los corazones son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos, las esperanzas las mismas.
¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos…"
Roberto Arlt. Silla en la vereda. Aguafuertes porteñas (1928/1935)