"Sin misterio no hay sentido: hay hechos, pero no acontecimientos; funcionamiento, pero no vida."
(Hugo Mujica, La palabra inicial)
Desde mediados del siglo XX, las sociedades se re ordenaron bajo una geografía humana en proceso de estandarización. A partir de los años noventa y el “fin de las ideologías”, Occidente se uniformó y la globalización aportó lo suyo evaporando los tonos de identidad propios a cada nación.
Desde allí comenzamos a naturalizar la búsqueda de seguridad a través de pronosticar el desenvolvimiento social y personal. Se instalaron modelos de vida que solo requerían del propio deseo pàra acceder a la vidriera universal que divinizó al hombre como único hacedor.
El nuevo siglo instauró el individualismo, la competitividad e información instantánea, como “norma” instalada de supervivencia junto a los ensamblados criterios de eficacia, éxito y celeridad. En aquel empaste hasta la misma muerte quedó invisibilizada, episodio extraordinario e incomprensible observado como algo que pudiera en todo caso suceder a terceros. Aquello funcionó hasta que el Covit-19 desembarcó y resquebrajó nuestra adicción a la seguridad. Luego de varios años por vez primera tronaron los cimientos de objetividad y funcionalidad a la vista de todos.
La pandemia enmudeció al bullicio, lo superfluo quedó temporalmente desplazado de su escenario central. Todo pareció situarnos en la proximidad de lo verdadero, simple y necesario: cuidar la vida propia y de quienes están cerca, hasta que nos topamos con el recurso tecnológico como único medio "confiable y seguro" de sociabilidad. El entretenimiento volvió a ocupar protagonismo pero monopolizando el espacio hogareño a través de la virtualidad:
“… la sociedad audiovisual debilita modos de sentir previos y descalifica, por principio, a la comunicabilidad humana misma.” ¹
Luego del aislamiento, otros indicadores regresaron para anunciar posibles nuevos repliegues, y sumado al desarrollo de la "Guerra Rusia - Ucrania" (OTAN), despertamos al fin de lo predecible, de aquel "nosotros" como centro de lo existente, puesto que ya no habría "seguridad" que dependieran solo de la ciencia, la economía o de nuestra exclusiva voluntad. Allí ingresó al campo de juego un actor negado, poco esperado, nada deseado: lo incierto, aquello que a su vez potencia nuestra atención e intensifica todo instante como único e irrepetible.
Las condiciones de nuestro presente bisagra, parecieran destinadas a proveer los condimentos necesarios para la toma de conciencia de un vivir con mayor intensidad o sucumbir a la abstracción tecnológica del somnífero entretenimiento comunicacional.
“El espectáculo se impone como obligatorio porque está en posición de ejercer el monopolio de la visualidad legítima. Un régimen de visibilidad es un régimen político como cualquier otro, con la salvedad de que la cámara de vigilancia es una de sus metáforas privilegiadas: en ese molde se vacían conductas y creencias. (…) La subjetividad propia de la época está vinculada a aparatos modelizadores de índole audiovisual, estadístico y psicofarmacológico. El régimen de visibilidad que la regula propone una paradoja: no deja ver. (…) La red informática permitió la deslocalización geográfica de la información, el debilitamiento de identidades étnicas y nacionales y la confusión de la experiencia misma del espacio físico.”
(Guy Debord, La sociedad del espectáculo)
Tal como la industria alimenticia saturó y provocó en muchos el regreso a la huerta casera, el caudal incesante de novedad habrá de empujarnos al regreso de lo inicial, de quiénes somos. Y desde el aturdimiento tecnológico regresar al silencio, aquel que nos permitirá escuchar la vida y entre tanta irrealidad comenzar a percibir lo verdadero, retornando al encuentro con nosotros mismos.
¹ ² Christian Ferrer (prólogo), Guy Debord, La sociedad del espectáculo.