

Transcurriendo los días feriados por las fiestas de Carnaval, compartimos esta breve mirada antropológica sobre sus orígenes, sentido y cuál su concepto en la actualidad.
Desde la antigüedad como alternativa al "mundo normal" que ignoraba toda distinción entre actores y espectadores, hasta la “transgresión consentida” y el carnaval institucional.
Un ritual que opera como amortiguador cultural, a modo de terapia psicológica colectiva, de tensiones, conflictos y enfrentamientos sociales, económicos, laborales, familiares, etc.
Hay quienes piensan que en su origen el carnaval fue introducido en Europa por los antiguos griegos y romanos. De manera que el cristianismo debió modificar las antiguas estructuras de los rituales de inversión celebrados en la antigüedad clásica (dionisias griegas, saturnales, lupercales y bacanales romanas…). Fiestas, todas ellas, que con ciertas cautelas podemos considerar con carácter similar o con cierto parentesco al carnaval cristiano. Para los defensores de estas tesis tal origen, transformado en cuanto a sus funciones y significados, persiste o se recupera en la cultura popular durante la Edad Media y el Renacimiento vinculado a la liturgia cristiana como el anverso de la cuaresma y en oposición a la cultura oficial. Argumenta el crítico ruso que el carnaval durante la Edad Media y el Renacimiento tiene por sí mismo una lógica; es una realidad separada del mundo de la jerarquía y de la autoridad.
Es, en definitiva, una alternativa al mundo normal, una experiencia utópica. Es más, mientras la fiesta oficial servía para consagrar la estabilidad y perennidad de las reglas, con el fin de sancionar el orden social vigente, el carnaval, en cambio, era el triunfo de una especie de liberación transitoria, la eliminación provisional de las relaciones jerárquicas entre los individuos. El carnaval de la antigüedad, aparte, ignoraba toda distinción entre actores y espectadores. Los espectadores no asistían al carnaval, sino que lo vivían, ya que el carnaval estaba hecho para todo el pueblo. Durante el carnaval es la vida misma la que interpreta y durante cierto tiempo el juego se transforma en vida real.
La idea de la superposición de los significados cristianos sobre los paganos, sin que estos elementos fueran totalmente eliminados en la vieja sociedad rural europea, permitía un tempus de permisibilidad ante la severa formalidad de la cuaresma. Julio Caro Baroja consideró que el carnaval tradicional, quiérase o no, era hijo del cristianismo, y que es imposible concebirlo sin la idea de la cuaresma. Aunque actualmente ha perdido su relación íntima con el período de ayuno y abstinencia cristiano, mantiene en cambio las fechas de celebración y la aparente subversión del orden y las jerarquías sociales.

Algunos autores han querido ver en las "fiestas de locos" que florecieron en Europa durante la Edad Media un tiempo fuera del tiempo, el origen o evocaciones de las tradiciones que en la antigüedad romana estuvieron vinculadas a ritos paganos. Y consideran que los antecedentes del carnaval medieval están en las fiestas que entre principios de diciembre y mediados de enero celebraban los niños, el bajo clero, los diáconos y dependientes de los cabildos catedralicios en los templos e incluso en las calles. Las fiestas de locos surgieron en una época en la que la gente tenía una capacidad muy desarrollada para la fiesta y la fantasía; se invertía el ceremonial, se oficiaba de manera bufa y se creaba una antiliturgia (Gaignebet 1974). Los niños del coro, los clerizones e incluso los canónigos elegían un obispo de locos y a veces también un papa de locos. Realizaban toda suerte de imitaciones e inversiones grotescas donde la jerarquía de los valores quedaba invertida: se transformaba el estatus de los grupos de edad, los niños profesaban de adultos, los tontos representaban el papel de reyes y los monaguillos ejercían de obispos. El falso prelado dirigía plegarias y pronunciaba sermones disparatados. Se bailaba en los claustros y por las calles; se celebraban procesiones y falsas misas, en las que los participantes se colocaban los hábitos al revés y cubrían los rostros con máscaras. Y en vez de bendecir a los feligreses los maldecían. Se violaban las jerarquías, se abolían temporalmente los privilegios, las situaciones y los estatus de preeminencia. Se trataba de representar el mundo al revés, evocando la inversión que significó el nacimiento del Niño-Dios en un pesebre.
Los rituales públicos alientan y mantienen la cohesión de la comunidad; si bien son polifónicos y ambivalentes en sus funciones y significados. Los rituales de rebelión o la liberación cíclica de las presiones sociales permiten que los sujetos expresen su resentimiento contra la autoridad sin cambiar nada (Muir). La supresión de normas y tabúes, durante el ritual y la fiesta, y su corolario de libertades, protestas y caos, de crítica a la estructura social vigente, tentativas para que las cosas se transformen, etc., son en realidad expresiones encaminadas a preservar e incluso reforzar el orden social establecido.

Refiriéndose a la teoría de la transgresión, Umberto Eco ha escrito (1984) que la violación de una regla o norma necesita un marco social. Sin una ley válida que se pueda romper es imposible el carnaval. De manera que el carnaval puede existir sólo como transgresión autorizada de un período de excesos, laxitud y permisibilidad. De lo que puede inferirse que el carnaval más que desestructurar el orden social contribuye a su reforzamiento; o sea, a vigorizar la ley en clave festiva.
Profundicemos en estas ideas. Se ha definido el carnaval como una fiesta que expresa la inversión simbólica de la realidad social. Durante los carnavales se desestructura coyunturalmente el orden social. Sátira, disfraces, máscaras, liberación de tabúes, desembarazamiento de controles sociales, etc., convierten estas fiestas, por unos días y momentos, en la antiestructura. Retomando la teoría de los ritos de paso de Arnold van Gennep, Víctor Turner (1969) se fija en los momentos liminares en los que se instaura la antiestructura, que episódicamente desorganiza las jerarquías. El carnaval puede considerarse como una fiesta caracterizada por la transgresión metafórica o ritual de las normas establecidas. Un gran número de ritos del carnaval incluyen una inversión de estatus, sexos, edades, roles…Ahora bien, los ritos de inversión conducen a una "experiencia estática", a una exaltación del sentido de comunidad -comunitas-, seguido de un regreso a la estructura social normal. De manera que la carga de contestación del carnaval demuestra en realidad la coherencia del orden social. Lo que hace pensar que el coyuntural "mundo al revés" era permitido por el poder y los grupos dirigentes, como especie de válvula de escape de los grupos subalternos, quienes veían así compensadas ritualmente las frustraciones derivadas de la desigualdad en riqueza, poder y estatus. (Burke 1991: 287). De tal manera el carnaval sirve, y a veces inconscientemente, para reforzar, en unos casos, y poner en tela de juicio en otros, el sistema de valores de la comunidad; pero también para afirmar, en términos simbólicos, la identidad social y la propia existencia diferenciada del grupo. La fiesta juega un papel liberador de la cotidianidad, supone una parada en el monótono discurrir de las sociedades, sirve, como la fiesta por antonomasia, el carnaval, tiempo de inversión de roles rituales -donde por unos días, artificial y ficticiamente, todo cambia para que nada cambie en el transcurrir del año-, para que -parafraseando a Giuseppe Tomasi Lampedusa en el Gatopardo- todo permanezca igual, de válvula de escape de los instintos. Hay que recordar la importancia terapéutica de la "transgresión consentida" de normas y reglas que presionan y reprimen el comportamiento instintivo, natural, de los miembros de la sociedad, explicitada con mayor intensidad bajo la impunidad que permite la careta, el disfraz, el antifaz o la máscara, o la propia inversión figurada de roles, tal como el travestismo.

La dramatización de un período de alegría que precede a la cuaresma cristiana, la escenografía de los carnavales y la producción de significados en los imaginarios colectivos, así como las representaciones culturales del tiempo y el espacio, las transformaciones demográficas y las alteraciones morfológicas que sufren las poblaciones durante el tiempo de carnaval son factores clave a la hora de analizarlo; porque crean espacios y tiempos, socializados, llenos de sentidos y significados. Las formas expresivas, la pluralidad de códigos discursivos y el carácter vivencial, pero efímero, de esta manifestación ritual genera comportamientos sociales singulares. De entrada llama la atención, por lo que tiene de aparente paradoja, el hecho de que las autoridades municipales y las instituciones políticas, otrora objeto de las críticas y los agravios, se hayan convertido hoy en su más directo impulsor.
El carnaval actualmente ha pasado de ser una fiesta postergada a ser una fiesta protegida, incluso subvencionada. Y es que cuando, como en democracia, no es políticamente correcto prohibirlos, se intenta controlarlos perspicazmente regulándolos; es decir, encorsetándolos. Es un proceso en ocasiones inconsciente. De tal manera pueden hacerse dos lecturas del carnaval: la oficial y la no oficial, o lo que es lo mismo, el carnaval institucional, programado, construido de arriba abajo; y el callejero, de abajo a arriba. Se trata, en definitiva, de dos cuestiones bien diferentes: la fiesta y el espectáculo. Mientras que en la primera, que responde al modelo inconsciente, el que transgrede la norma y subvierte lo establecido, se da la activa participación, la segunda se distingue por la pasiva recepción de la exhibición que ejecutan unos pocos. En ambas, aunque en dispar grado, la dramatización teatral, histriónica, es un componente fundamental. Entiendo la noción de espectáculo, basándome en su etimología, por aquello que entra por los ojos; o sea, para que haya espectáculo es necesario la existencia de un grupo de protagonistas y de otros, los más, en el papel de auditorio, coro o comparsa. La fiesta, en cambio, es la activa participación. La parte festiva del carnaval sólo se vive y percibe cuando concluye aquélla, el espectáculo festivo. Es cuando la gente protagoniza la calle, cuando se culturizan y cargan de contenidos y significaciones sociales los espacios abiertos, rituales, públicos, nunca privados.
La destrucción momentánea, pero cíclica, anual, del orden social a través de la máscara, la inversión de papeles, la crítica…"institucionaliza" los comportamientos carnavalescos. El desarrollo, año tras año, de una serie de conductas no permitidas en el transcurso de la vida cotidiana opera pautándolas, llegando incluso a convertir tales actitudes en ordinarias, es decir, esperadas. Se trata de que…"durante unos días cambie algo -lo formal y externo…-, para que todo permanezca igual -lo estructural-".

Hay quienes explican el carnaval como la destrucción simbólica del orden social establecido; otros, en cambio, lo entendemos justamente como su refuerzo. El carnaval posibilita la transformación vía el travestismo, el revestimiento o la inversión simbólica, ritual, de la realidad. El disfraz y las máscaras borran fugazmente las diferencias sociales, de jerarquía, etc. Se establece, durante estos días, un igualitarismo social ritual. Función que a mi modo de ver cumplía/cumple el ataviarse con el impropiamente denominado traje regional, indumentaria convencionalmente usada en algunos de nuestros carnavales. Pero los elementos materiales visualizables, como la máscara o el disfraz, no sólo transforman la personalidad, sino y sobre todo metamorfosean a los grupos sociales.
Durante los días de carnaval, cuando señalados miembros de las oligarquías locales y de la burguesía rural se ausentaban de las ciudades y de las culturas locales, metafóricamente se construía una estructura irreal, se creaba una sociedad ficticia, inexistente. Simbólicamente se establecía una sociedad que no se correspondía con la estructura social real, sino con una suerte de antiestructura. Hay quien quiere ver en ello la ruptura de la estructura; otros lo entendemos precisamente como su refuerzo; dado que ciertas formas de desequilibrio social, más aparente que real, producen un refortalecimiento de la estructura. Al jugar todos a la inversión de valores, estatus, roles, etc., se diluye el espíritu reivindicativo, de denuncia y, concluidos los días de celebración, quemadas ciertas cantidades de adrenalina y agotadas las energías, se llega a una dócil disciplina.
La inversión y negación de los valores e ideologías que regulan/regulaban el orden social, que se produce en estos días, es imposible en la realidad diaria, pero la denuncia, la protesta, la crítica canalizada cada año por medio del carnaval se convierte en una estrategia socialmente "institucionalizada", y, en consecuencia, falta de toda operatividad. Y ello porque, si nos referimos a su función crítica, en libertad, con democracia, existen múltiples cauces para denunciar la injusticia. Las instituciones y sus representantes han comprendido que es mejor estar en el sistema -carnaválico- que contra él. Es por lo que, como los demás ciudadanos, representan un papel en el juego. Su rol de blanco de la mofa pública ya no es el que históricamente, debido a la inversión que presidía la coyuntura, le otorgaba el pueblo. Lejos están los tiempos en los que la crítica o el insulto producían mellas en el establishment. Los descontentos, las protestas se producen y canalizan periódicamente, pero vaciadas de contenido.

Hay quienes explican el carnaval como la destrucción simbólica del orden social establecido; otros, en cambio, lo entendemos justamente como su refuerzo. El carnaval posibilita la transformación vía el travestismo, el revestimiento o la inversión simbólica, ritual, de la realidad. El disfraz y las máscaras borran fugazmente las diferencias sociales, de jerarquía, etc. Se establece, durante estos días, un igualitarismo social ritual. Función que a mi modo de ver cumplía/cumple el ataviarse con el impropiamente denominado traje regional, indumentaria convencionalmente usada en algunos de nuestros carnavales. Pero los elementos materiales visualizables, como la máscara o el disfraz, no sólo transforman la personalidad, sino y sobre todo metamorfosean a los grupos sociales.
Durante los días de carnaval, cuando señalados miembros de las oligarquías locales y de la burguesía rural se ausentaban de las ciudades y de las culturas locales, metafóricamente se construía una estructura irreal, se creaba una sociedad ficticia, inexistente. Simbólicamente se establecía una sociedad que no se correspondía con la estructura social real, sino con una suerte de antiestructura. Hay quien quiere ver en ello la ruptura de la estructura; otros lo entendemos precisamente como su refuerzo; dado que ciertas formas de desequilibrio social, más aparente que real, producen un refortalecimiento de la estructura. Al jugar todos a la inversión de valores, estatus, roles, etc., se diluye el espíritu reivindicativo, de denuncia y, concluidos los días de celebración, quemadas ciertas cantidades de adrenalina y agotadas las energías, se llega a una dócil disciplina.
La inversión y negación de los valores e ideologías que regulan/regulaban el orden social, que se produce en estos días, es imposible en la realidad diaria, pero la denuncia, la protesta, la crítica canalizada cada año por medio del carnaval se convierte en una estrategia socialmente "institucionalizada", y en consecuencia, falta de toda operatividad. Y ello porque, si nos referimos a su función crítica, en libertad, con democracia, existen múltiples cauces para denunciar la injusticia. Las instituciones y sus representantes han comprendido que es mejor estar en el sistema -carnaválico- que contra él. Es por lo que, como los demás ciudadanos, representan un papel en el juego. Su rol de blanco de la mofa pública ya no es el que históricamente, debido a la inversión que presidía la coyuntura, le otorgaba el pueblo. Lejos están los tiempos en los que la crítica o el insulto producían mellas en el establishment. Los descontentos, las protestas se producen y canalizan periódicamente, pero vaciadas de contenido.

Se está produciendo un subliminal rapto en cuanto al sentido profundo y las funciones del carnaval en su versión clásica o tradicional. Actualmente se trata más de una representación que de una fiesta de inversión o de liberación.
Frente a las teorías al uso, los lugares comunes, el carnaval se muestra como un sistema de comunicación mediante símbolos y metamorfosis de variado género que subrayan la inversión ritualizada de los roles. El carnaval, como he indicado, sirve a veces inconscientemente para reafirmar la estructura social sobre la que se establece el juego de las relaciones sociales, asimétricas, en la propia sociedad donde se produce, la que le llena de significados. Expresado en otros términos: el carnaval es fiel aliado del poder en cuanto que, contra lo que se cree, protege lo preceptivo en razón de la ordenación del desorden.
Concluido el tiempo carnaválico, tras la cíclica quema de adrenalina y de energías vitales acumuladas, el poder hegemónico, especialmente el de las instituciones políticas, y la rutina laboral reconducen al pueblo. Tras la transgresión regulada se vuelve a las distinciones iconoclastas de lo bueno y lo malo, lo permitido y lo prohibido, lo legal y lo ilegal, lo políticamente correcto y lo políticamente incorrecto. O sea, además de la evidente alienación que significan algunos carnavales, el ritual opera como amortiguador cultural, a modo de terapia psicológica colectiva, de tensiones, conflictos y enfrentamientos sociales, económicos, laborales, familiares, etc.
Javier Marcos Arévalo
Departamento de Psicología y Antropología. Universidad de Extremadura, Cáceres (España)