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La posición de dominio que como especie ocupamos por sobre el resto de seres vivos, por lo general se atribuye a la inteligencia y/o consciencia que nos ha diferenciado desde nuestros orígenes, de allí la capacidad no solo de sobrevivencia y adaptación sino también de generar cultura. Pero en los últimos años cada vez más se menciona a otro factor que es el del amor, entendido como lazo de unidad, afecto, solidaridad, compasión, aceptación de la existencia de un otro. Tal como el biólogo chileno Humberto Maturana, lo afirmaba a través de la ciencia a la cual pertenecía. 

Del mismo modo, se enlaza el siguiente texto que aquí compartimos acerca de recientes descubrimientos arqueológicos que revelan el cuidado que nuestros ancestros prehistóricos tuvieron sobre sus pares de mayor vulnerabilidad y necesidad de protección

La arqueología de la unidad o arqueología del amor, explora las conexiones emocionales y los vínculos afectivos que han existido entre los seres humanos a lo largo de la historia. A través de hallazgos de piezas, restos humanos y asentamientos, los arqueólogos descubren cómo las sociedades antiguas cuidaban y protegían a sus miembros más vulnerables, revelando una profunda capacidad de empatía y solidaridad. Estos descubrimientos nos permiten entender que el amor, como lazo fundamental, ha sido nuestra fortaleza en la evolución y desarrollo de la especie humana. Así, la arqueología de la unidad nos invita a reflexionar sobre la importancia de las relaciones humanas en la construcción de nuestras culturas y comunidades.

Las evidencias arqueológicas cada vez nos alejan más de esa imagen cruel, salvaje y despiadada de las gentes que habitaron la Prehistoria. Sabemos que aquellas comunidades cuidaban de los suyos y que nadie, ni siquiera los miembros más débiles y menos productivos, era abandonados a su suerte. Personas con necesidades especiales y con limitaciones físicas muy severas fueron alimentadas, cuidadas, abrigadas e incluso cargadas a cuestas de un asentamiento a otro. Existe una disciplina emergente que se ha dado en llamar “Bioarqueología de los cuidados” (o “Arqueología de la ternura” le podríamos denominar) que saca a la luz pinceladas de solidaridad y compasión como las que contamos a continuación a modo de ejemplo:

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El caso "Nandy" (Shanidar I), se trata de un neandertal que vivió hace unos 40.000 años con graves limitaciones. Sus restos nos cuentan que padecía parálisis en una pierna y en un brazo, y que era sordo y ciego de un ojo. Aún así "Nandy" sobrevivió, gracias a la ayuda de la tribu hasta pasados los 40 años, una longevidad nada desdeñable en el universo neandertal.

"El viejo", es el descubrimiento de otro neandertal así nombrado (La Chapelle-aux-Saints 1), había perdido la mayoría de sus piezas dentales por lo que muchos investigadores afirman que le tuvieron que masticar la comida para que pudiera alimentarse. Esta práctica no solo refleja la compasión y el cuidado dentro de sus comunidades, sino que también sugiere una adaptación social a las dificultades que enfrentaban. Así, los neandertales pudieron sobrellevar sus limitaciones físicas y continuar con su supervivencia.

Ya en nuestra especie, encontramos a "Romito 2", quien hace 12.000 años padecía displasia acromesomélica, una rarísima enfermedad que se da en menos de un caso por cada dos millones. Sus cortas piernas no podrían seguir el ritmo de la tribu nómada donde vivía. Sus brazos muy cortos y retorcidos le impedirían empuñar un arco o lanzar una jabalina. Su escasa estatura (1,20m) no le facilitaría el recolectar frutos. Pero "Romito 2" no fue dejado atrás sino que le mantuvieron con sus necesidades cubiertas hasta su muerte, con 20 años, cuando recibió un entierro igual de digno que el resto de la comunidad.


El estudio de los entierros ofrecen una fascinante visión de las prácticas funerarias de aquellas sociedades primarias. A menudo, estos rituales incluían la colocación de ofrendas junto a los cuerpos, lo que sugiere creencias en la vida después de la muerte. Los hallazgos arqueológicos, como herramientas y adornos, revelan la importancia cada individuo en sus comunidades. Estos antiguos entierros no solo nos cuentan sobre las costumbres, sino también sobre la conexión espiritual de los humanos con la muerte y el más allá.

Hace unos años atrás Nature publicaba el caso confirmado más antiguo del síndrome de Down, hace 5.500 años en Irlanda. Se trata de un bebé que fue igualmente amamantado y abrigado hasta que murió a los 6 meses, siendo enterrado en un monumento megalítico.

Este hallazgo no solo proporciona una visión sobre la diversidad genética de las poblaciones antiguas, sino que resalta la importancia de inclusión y el reconocimiento de las diferencias individuales a lo largo de la historia.

A su vez es de destacar que Nature es una de las revistas científicas más prestigiosas del mundo. Publica artículos revisados por pares en disciplinas, abarcando desde la biología hasta la física y las ciencias sociales. Nature se ha consolidado como una fuente confiable para científicos, investigadores y académicos. 

Hace unos 4.000 años, en Vietnam, se encontró que el ocupante del enterramiento 9 del yacimiento de "Man Bac" padecía una espantosa enfermedad congénita conocida como síndrome de Klippel-Feil. Básicamente consiste en que los huesos de la espina dorsal se van fusionando provocando diversas parálisis y atroces dolores. El ocupante del enterramiento 9 debió quedar prácticamente tetrapléjico a los 10 años de edad pero sobrevivió una década más. Los huesos de quienes estaban enterrados junto a él presentaban indicios de desnutrición, es decir, esa comunidad pasaba hambre pero nunca faltó comida para el miembro más vulnerable.

Casos como estos sugieren una sociedad en la que todos los miembros eran valorados y evidencian una sociedad en la que ofrecer asistencia a los que más lo necesitaban era la norma.​ Y es que en definitiva, la vida en la prehistoria podría ser despiadada. Pero su gente no.

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Fuente: Arqueoduca

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